Los hechos que narro a continuación ocurrieron el sábado 27 de junio de 1998. Ese día, emprendí un viaje en tren, con destino Berlín y por asuntos exclusivamente familiares. Nunca lo olvidaré. El punto de partida no importa, ni el nombre del lugar en el sur de Alemania y al que volveré necesariamente donde, tras varias horas de viaje, tuve que permanecer obligadamente media más, esperando hacer el transbordo definitivo que me llevara a mi destino. Media hora puede ser mucho o poco tiempo, no lo sé, pero fué el tiempo suficiente y definitivo para que me aconteciese un extraño suceso:
La estación estaba vacía. Desde mi lugar apartado, andén número cinco, divisaba la entrada pincipal de la estación. Sólo algunos viajeros se veían dispersos, entrando o saliendo, pero ninguno permanecía esperando un tren o a un familiar. El tráfico ferroviario tampoco era muy intenso. A estas horas las vías están ocupadas principalmente por trenes de mercancías de largo recorrido que pasan a toda velocidad, casi siempre sin hacer paradas. Me entretuve en inspeccionar uno de ellos que acababa de llegar. Pude oir perfectamente cada ruido del tren al detenerse. Los sonidos fluían claros, transportados nítidamente en un aire limpio que, para verano, encontré algo fresco.
Todo se iluminó súbitamente y la lluvia hizo que me resguardara bajo la marquesina del andén. Desde mi refugio contemplé al guarda entrar en su garita tras autorizar la salida. El mercancías se puso en marcha y desapareció lentamente tras la cortina de agua que se desplegó en ese instante, era exageradamente largo. Minutos más tarde, un viento suave, pero molesto, y la lluvia fina eran mis únicos compañeros en la estación. Pensé en los habitantes del lugar, guarecidos en sus casas y muchos de ellos, probablemente, ya dormidos. Nada se movía a mi alrededor. En ese momento y doblando una curva apareció la luz de un tren. Con la duda de que fuera el esperado, consulté mi reloj y el de la estación: ambos marcaban las 23:45. No me preocupé, ya que aún debía esperar quince minutos para partir y, además, el tren que se acercaba lo hacía por la via ocho, una vía distinta a la prevista para el mío. Suaves gotas de agua golpeaban el techo de la marquesina. Ese sonido y el chirriar lejano de los frenos eran los únicos ruidos a mi alrededor. En la distancia observé la máquina con curiosidad. No era el tipo de tren que estamos acostumbrados a ver, era uno de esos trenes antiguos que de cuando en cuando aparecen por las estaciones para entretenimiento de los viajeros y deleite de los entendidos. Cuando terminó de frenar no apagó su maquinaria, se encontraba como en espera de no se qué maniobra de los operarios de la estación. Nada ni nadie se movió. El guarda permanecía dentro de su garita haciendo caso omiso al recién llegado. Ningún viajero bajó o subió al tren. Desde la distancia pude oir, de manera confusa al principio, un rumor vago, un largo lamento procedente de gargantas ahogadas: voces en tono de súplica que gritaban en sordina una letanía de quejas y el llanto de un niño. Antes de que pudiera reaccionar, el tren se puso en marcha lentamente. Corrí rápido, saltando sobre las vías que me separaban del andén desde donde partía de nuevo el tren. Cuando llegué al lugar, sólo tuve tiempo de ver los dos últimos vagones. De ellos salían brazos exhibiendo manos suplicantes y, otra vez, el llanto de ese niño separado de su madre. Al empleado, que acudió de inmediato a reprender mi actitud, no le convencieron mis explicaciones porque, como me repitió una y otra vez, ningún tren había llegado desde la marcha del mercancías y la única entrada esperada era la del tren de las 23:45, con destino Dachau y que, además, llevaba retraso.
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