
El concierto tuvo lugar en Orihuela, en una casa con grandes salones entre la Catedral y la plaza de la Anunciación. He olvidado el sitio exacto de tamaño acontecimiento, grande por lo que allí sucedió. Pues resulta que esperando a que se hiciera la hora nos fuimos a un quiosco (que no sé si existirá todavía) situado al final de la Calle Mayor, en la plaza teniente Linares (¡gracias Google!); quiosco que frecuentábamos mucho en nuestro camino al colegio y donde, recuerdo, comprábamos cigarrillos sueltos. Pues esperando a que comenzara el concierto nos pegamos la jartá a comer porquerías varias de las que también he olvidado el nombre aunque no su sabor. A los críos que asistíamos a los conciertos no nos cobraban nada, pero teníamos que sentarnos en las sillas que quedaran libres y que generalmente se encontraban al final de la sala. Empezó el concierto. Los albinos tocaban con fruición sus violines, violas, chelos y demás instrumentos alguna obra de un compositor famoso y los espectadores aprovechaban las pausas para carraspear, toser, sonarse la nariz, quitarle el papel de celofán a un caramelo, mover el culo en la silla, y un largo etcétera de actividades terminantemente prohibidas mientras sonase la música (es increíble lo duros que podemos ser con aquellos que no respetan el silencio sagrado que se exige en un concierto) Nosotros, al final de la sala, adquiríamos el porte serio de auténticos musicólogos, haciéndonos los entendidos aunque no comprendiéramos un carajo de lo que allí se estaba interpretando ni de cómo se estaba interpretando. A nosotros, los sonidos procedentes de aquellos instrumentos de cuerda y alguno de viento nos parecían producidos por los mismísimos ángeles y hacían que nos paseáramos por las más altas cumbres de la melomanía.
Fue al final de una frase en la que el oboe llevaba el ritmo con una melodía suave, cadenciosa, y un violín jugueteaba con compases cortos a su alrededor ascendiendo y envolviendo al oboe en una es

Poco después el color de mi cara volvió del rojo más ardiente a su tonalidad natural y acabé el concierto como pude, apretando el culo contra el cuero de la silla y evitando así otro indeseado escape. Cuando acabó el evento buscamos a los músicos en su camerino y mientras nos regalaban con sus autógrafos, nos miraban de arriba a bajo como intentando descubrir quien había sido el que había colado una nota de más en su artística y hoy rememorada noche.
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