Hoy, como estamos en verano, brilla el sol en la ciudad alemana donde vivo, estoy de buen humor y llevo un par de entradas recordando, voy a contar un sucedido ocurrido también durante mi tierna y feliz infancia. Fui estudiante de música desde los seis años. Entonces, los que empezamos a hacer pinitos con el piano acostumbrábamos a asistir a algún que otro concierto de música clásica que nos animaba a seguir la ardua tarea de aprender la solfa. Esa tarde, el concierto lo ofrecía una pequeña orquesta de cámara compuesta por unos extranjeros que, si no albinos, eran más blancos que la leche y procedían de algún lugar del norte de Europa. No me acuerdo bien del programa. De lo que sí que me acuerdo es que viniera quien viniese, tocaran como tocaran, siempre íbamos la panda de críos a pedir autógrafos a nuestros musicales héroes.
El concierto tuvo lugar en Orihuela, en una casa con grandes salones entre la Catedral y la plaza de la Anunciación. He olvidado el sitio exacto de tamaño acontecimiento, grande por lo que allí sucedió. Pues resulta que esperando a que se hiciera la hora nos fuimos a un quiosco (que no sé si existirá todavía) situado al final de la Calle Mayor, en la plaza teniente Linares (¡gracias Google!); quiosco que frecuentábamos mucho en nuestro camino al colegio y donde, recuerdo, comprábamos cigarrillos sueltos. Pues esperando a que comenzara el concierto nos pegamos la jartá a comer porquerías varias de las que también he olvidado el nombre aunque no su sabor. A los críos que asistíamos a los conciertos no nos cobraban nada, pero teníamos que sentarnos en las sillas que quedaran libres y que generalmente se encontraban al final de la sala. Empezó el concierto. Los albinos tocaban con fruición sus violines, violas, chelos y demás instrumentos alguna obra de un compositor famoso y los espectadores aprovechaban las pausas para carraspear, toser, sonarse la nariz, quitarle el papel de celofán a un caramelo, mover el culo en la silla, y un largo etcétera de actividades terminantemente prohibidas mientras sonase la música (es increíble lo duros que podemos ser con aquellos que no respetan el silencio sagrado que se exige en un concierto) Nosotros, al final de la sala, adquiríamos el porte serio de auténticos musicólogos, haciéndonos los entendidos aunque no comprendiéramos un carajo de lo que allí se estaba interpretando ni de cómo se estaba interpretando. A nosotros, los sonidos procedentes de aquellos instrumentos de cuerda y alguno de viento nos parecían producidos por los mismísimos ángeles y hacían que nos paseáramos por las más altas cumbres de la melomanía.
Fue al final de una frase en la que el oboe llevaba el ritmo con una melodía suave, cadenciosa, y un violín jugueteaba con compases cortos a su alrededor ascendiendo y envolviendo al oboe en una espiral que debía acabar en un silencio pausado. Fue exactamente entonces, cuando ya el violín se esmeraba en completar las últimas notas y los apasionados oyentes se contenían con dificultad, preocupados por no entorpecer ni siquiera con la respiración el final dulce que se avecinaba, fue entonces cuando se me escapó el pedo. Sonó pornográfico, esperpéntico, grotesco, aterrador. Los músicos levantaron la cabeza y miraron hacia el auditorio. Los de las primeras filas volvieron las suyas hacia atrás y lo mismo sucedió con los ocupantes de las filas siguientes, como en una caída programada y en cadena de fichas de dominó. El hecho de mirar hacia atrás era, ante los demás, un acto de exoneración de la culpa, un acto reflejo para demostrar al resto que ellos no habían sido. Cuando me llegó el turno miré también hacia atrás sin pensar que mi fila era la última de la sala lo qué automáticamente me señalaba como culpable. Mientras que los músicos volvían a lo suyo, aunque mirando siempre con el rabillo del ojo hacia el auditorio a la espera de nuevos acontecimientos, me dediqué a lo único que podía dedicarme: a la maniobra de despiste, hacer creer a los demás que el terrible sonido había procedido de las patas de la silla al chocar contra el suelo. En los segundos que siguieron al escape ignominioso de los gases acumulados por la ingesta de porquerías del quiosco me dediqué a mover la silla más de la cuenta, hasta que fui reprendido por el público más cercano.
Poco después el color de mi cara volvió del rojo más ardiente a su tonalidad natural y acabé el concierto como pude, apretando el culo contra el cuero de la silla y evitando así otro indeseado escape. Cuando acabó el evento buscamos a los músicos en su camerino y mientras nos regalaban con sus autógrafos, nos miraban de arriba a bajo como intentando descubrir quien había sido el que había colado una nota de más en su artística y hoy rememorada noche.
El concierto tuvo lugar en Orihuela, en una casa con grandes salones entre la Catedral y la plaza de la Anunciación. He olvidado el sitio exacto de tamaño acontecimiento, grande por lo que allí sucedió. Pues resulta que esperando a que se hiciera la hora nos fuimos a un quiosco (que no sé si existirá todavía) situado al final de la Calle Mayor, en la plaza teniente Linares (¡gracias Google!); quiosco que frecuentábamos mucho en nuestro camino al colegio y donde, recuerdo, comprábamos cigarrillos sueltos. Pues esperando a que comenzara el concierto nos pegamos la jartá a comer porquerías varias de las que también he olvidado el nombre aunque no su sabor. A los críos que asistíamos a los conciertos no nos cobraban nada, pero teníamos que sentarnos en las sillas que quedaran libres y que generalmente se encontraban al final de la sala. Empezó el concierto. Los albinos tocaban con fruición sus violines, violas, chelos y demás instrumentos alguna obra de un compositor famoso y los espectadores aprovechaban las pausas para carraspear, toser, sonarse la nariz, quitarle el papel de celofán a un caramelo, mover el culo en la silla, y un largo etcétera de actividades terminantemente prohibidas mientras sonase la música (es increíble lo duros que podemos ser con aquellos que no respetan el silencio sagrado que se exige en un concierto) Nosotros, al final de la sala, adquiríamos el porte serio de auténticos musicólogos, haciéndonos los entendidos aunque no comprendiéramos un carajo de lo que allí se estaba interpretando ni de cómo se estaba interpretando. A nosotros, los sonidos procedentes de aquellos instrumentos de cuerda y alguno de viento nos parecían producidos por los mismísimos ángeles y hacían que nos paseáramos por las más altas cumbres de la melomanía.
Fue al final de una frase en la que el oboe llevaba el ritmo con una melodía suave, cadenciosa, y un violín jugueteaba con compases cortos a su alrededor ascendiendo y envolviendo al oboe en una espiral que debía acabar en un silencio pausado. Fue exactamente entonces, cuando ya el violín se esmeraba en completar las últimas notas y los apasionados oyentes se contenían con dificultad, preocupados por no entorpecer ni siquiera con la respiración el final dulce que se avecinaba, fue entonces cuando se me escapó el pedo. Sonó pornográfico, esperpéntico, grotesco, aterrador. Los músicos levantaron la cabeza y miraron hacia el auditorio. Los de las primeras filas volvieron las suyas hacia atrás y lo mismo sucedió con los ocupantes de las filas siguientes, como en una caída programada y en cadena de fichas de dominó. El hecho de mirar hacia atrás era, ante los demás, un acto de exoneración de la culpa, un acto reflejo para demostrar al resto que ellos no habían sido. Cuando me llegó el turno miré también hacia atrás sin pensar que mi fila era la última de la sala lo qué automáticamente me señalaba como culpable. Mientras que los músicos volvían a lo suyo, aunque mirando siempre con el rabillo del ojo hacia el auditorio a la espera de nuevos acontecimientos, me dediqué a lo único que podía dedicarme: a la maniobra de despiste, hacer creer a los demás que el terrible sonido había procedido de las patas de la silla al chocar contra el suelo. En los segundos que siguieron al escape ignominioso de los gases acumulados por la ingesta de porquerías del quiosco me dediqué a mover la silla más de la cuenta, hasta que fui reprendido por el público más cercano.
Poco después el color de mi cara volvió del rojo más ardiente a su tonalidad natural y acabé el concierto como pude, apretando el culo contra el cuero de la silla y evitando así otro indeseado escape. Cuando acabó el evento buscamos a los músicos en su camerino y mientras nos regalaban con sus autógrafos, nos miraban de arriba a bajo como intentando descubrir quien había sido el que había colado una nota de más en su artística y hoy rememorada noche.
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