Para Susanne,
con la esperanza de que, aunque sea en el futuro,
tenga tiempo de escribir todo lo que se nos ocurra.
Me llamo Javier Hidalgo, y doy fe de que el texto que les muestro a continuación, lo encontré en el escritorio intacto de nuestra casa de verano y el mismo día en que denunciamos la desaparición de nuestro hijo Juan José. El escrito está inconcluso y nada ha sido suprimido o añadido. Confío en que su lectura e interpretación sean útiles en las investigaciones policiales que se efectúan en la actualidad y sirvan para encontrar sano y salvo a nuestro querido hijo.
“No tengo tiempo. Lo que voy a escribir ahora quizá parezca inverosímil, pero me dispongo a relatarlo antes de que sea demasiado tarde. Me llamo Juan José Hidalgo y estoy enfermo. Estoy enfermo aunque parezca sano y nadie haya sabido o podido diagnosticar mi enfermedad. En mi texto, rápido y desordenado, intentaré detallar al máximo los síntomas que padezco, el autoanálisis al que me he sometido rigurosamente durante los últimos meses y las conclusiones a las que he llegado después de días de estudio y noches de insomnio. Espero que algún día mi caso sea de interés para la comunidad científica o, al menos, y esto es lo que más me importa, alivio o consuelo para otros en mi situación.
Todo comenzó hace aproximadamente un año. El sábado 19 de marzo salí a cenar con unos amigos para celebrar mi trigésimo segundo cumpleaños. Esa noche me sentí mal, lo atribuí a los efectos del tequila después de haber disfrutado de una copiosa comida mejicana. El domingo lo pasé en casa, preparando una conferencia que debía impartir al día siguiente en una conocida universidad española y donde disfrutaba de un año sabático. No quiero desvelar su nombre para no empañar el merecido prestigio que ha conseguido su clínico; al fin y al cabo, un caso como el mío -ahora lo sé- es de difícil diagnóstico y si existen más enfermos como yo, estoy seguro de que se encontrarán internados en centros de salud mental y sus historias clínicas habrán sido archivadas como ya lo ha sido la mía. Mi conferencia versó sobre un tema médico de gran interés en nuestros días pero que ha perdido para mí todo su atractivo. Durante la conferencia, un estudiante era el encargado de mostrar, previo aviso, las diapositivas que acompañaban a la explicación. La exposición de cada imagen duraba de dos a tres minutos. En un determinado momento, transcurrido ya la mitad del tiempo que me había previsto utilizar, solicité la siguiente diapositiva. Me sorprendió encontrarme frente a un esquema que debía mostrarse justo a continuación de la imagen esperada. Pensé que había cometido un error en el orden de mi exposición y pedí, por favor, que se avanzara en la búsqueda de la diapositiva perdida. El siguiente hecho me sorprendió todavía más: el comprobar que la imagen había sido ya proyectada. Lo que acabó por desorientarme totalmente fue el saber, por medio de la audiencia, que el texto que glosaba dicha imagen había sido el último que había comentado. No me encontraba bien. Lo hice saber al público y pedí su comprensión y un pequeño descanso antes de seguir con mi exposición.
Durante el almuerzo que me fue ofrecido a continuación, comenté el hecho con los profesores que me acompañaban. Me aconsejaron que visitara al Dr. Tello, eminente neurólogo que podría reconocerme y, con toda seguridad, darme una explicación sobre lo que consideraban un cuadro amnésico provocado por el estrés. Demoré esa visita porque, para ser sincero, me horrorizaba el pensamiento de que el reconocimiento revelara algo peor que algún tipo de agotamiento mental. Decidí observarme con la esperanza de no pasar por una situación parecida en el futuro.
La semana transcurrió tranquila pero el viernes 25 ocurrió otro hecho que me decidió acudir a la consulta del Dr. Tello: Todas las mañanas la secretaria del departamento hacía su ronda habitual repartiendo el correo. Ese día eché en falta la costumbre porque esperaba una carta certificada urgente. Llamé a secretaría y pregunté si habían recibido correo para mí. La respuesta me produjo el mismo vértigo que había experimentado durante la conferencia. Hacía exactamente cinco minutos que me habían entregado la correspondencia personalmente y de hecho allí estaba: en un rincón de la mesa, semioculta entre el resto de mis papeles. El reconocimiento médico, aparte de aterrorizarme, no mostró mal de ningún tipo y el consejo del facultativo fue que me retirara a descansar durante un tiempo, tan lejos del trabajo habitual como pudiese y evitando cualquier esfuerzo que pusiera en peligro mi estabilidad psíquica. Dicho y hecho: al día siguiente tomé un vuelo hacia la costa mediterránea donde, durante el verano, solía pasar las vacaciones con mis padres.
Uno tiene la sensación de estar haciendo novillos, incluso tratándose de un reposo justificado, cuando la mayoría de ciudadanos continúan en sus puestos afanados en las tareas habituales. Con esta sensación dedicaba mis mañanas y mis tardes a caminar grandes distancias por la orilla del mar, pensando o, simplemente, mirando y escuchando. Por las noches disfrutaba del placer de la lectura y en ello me entretenía hasta la madrugada. En la noche, pasaban las horas lentas hasta que se me confundían en uno los sonidos de los grillos, del alcaraván y del mar.
Mi pensamiento, como es lógico, me llevaba de vuelta una y otra vez a las extrañas situaciones que me habían acontecido. Sabía de la existencia de enfermos de amnesia, que no recuerdan momentos vividos; pero mi caso era distinto: yo no me daba cuenta de algo a la vez que ocurría, estando consciente y disfrutando de plenas facultades mentales. Y lo que encuentro más asombroso es que los que me rodeaban en esos momentos no percibieran nada extraño. Había elaborado ya diversas teorías para explicar lo que me sucedía: podría estar sufriendo ataques sobre mi memoria reciente, de manera que me fuera imposible recordar lo que acabara de ocurrir. Podría también suceder que en esos momentos estuviera actuando inconscientemente, y esto me preocupaba más, al recordar esos casos de asesinato en los que el acusado argüía en su defensa el típico estado de inconsciencia transitorio. En cualquier caso, en mi memoria no había registro de esos instantes en los que me había perdido entre los vericuetos del presente y de lo vivido. Quizá el olvido no me dejó constancia de esos momentos y me los quitó apresuradamente, antes de tiempo, mucho antes de cuando viene a llevarse la parte de memoria que le corresponde necesariamente. En estos trabajos me hallaba cuando ocurrió lo definitivo, la luz que me iluminó para conocer mi desdicha, para olvidar todo lo que consideraba hasta ese entonces importante y que cambiaría el rumbo de mi vida. El 3 de junio salí a pasear temprano, como hacía cada mañana; pero ese día llevé conmigo una cámara de vídeo con la que filmé el sol del amanecer, el mar y sus olas, las nubes y las gaviotas que regresaban tras haber pasado la noche mar adentro. Filmé las piedras diminutas y multitud de insectos que corrían apresuradamente buscando un refugio donde guarecerse de los calores del día. Dejé que mi cámara recogiera los colores, formas y tamaños de un sinnúmero de plantas y, entre ellas, me llamó la atención una flor. Mientras filmaba, abría ella sus pétalos a la vez que giraba lentamente en dirección al este, dándole la bienvenida al sol. De vuelta en casa quise observar una vez más el rutinario prodigio de la naturaleza al que había asistido esa mañana. La televisión me mostró todo lo que había grabado minuciosamente al amanecer más cinco lentos minutos en los que una flor cerrada se movía sólo agitada por la brisa. Se me aceleró el pulso y, con mi mano temblorosa, utilicé el mando a distancia para retroceder una y otra vez sobre la imagen, hasta acabar convencido de que ese día había sido testigo de movimientos de la naturaleza habitualmente imperceptibles. Desde entonces me he sometido a pruebas diversas y he consultado médicos que, invariablemente, me aconsejan tranquilizantes y más reposo.
No se admite mi diagnóstico, y no tengo manera de demostrar al resto de la humanidad que yo, Juan José Hidalgo, estoy enfermo de tiempo. Desde entonces, los ataques en los que mi tiempo particular se acelera con respecto al universal (si el concepto de este último realmente existe) se me han repetido con frecuencia y han ido lentamente incrementando su duración. Soy consciente, por tanto, de que mi vida se acorta rápida e irreversiblemente. Ahora, con la tranquilidad que me proporciona el conocimiento y la aceptación de la desgracia y con el ánimo de poder ayudar a otros, quiero exponer la serie de experimentos que me han ayudado a analizar mejor este terrible hecho. En primer lugar decidí dedicar todo mi esfuerzo...”
Ratisbona, 4 de julio de 1999
Ratisbona, 4 de julio de 1999
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