miércoles, 2 de abril de 2008

El dolor de los niños - I

Ayer hablé de la risa, hoy voy a hacerlo sobre el sufrimiento de los niños. Hay varias clases de dolor que, como cualquier persona, puede sentir un niño: el físico o psíquico producido por enfermedades, accidentes o situaciones involuntarias y el que se les provoca a propósito, a mala leche y del que tendremos ocasión de hablar en el futuro. Siendo padre de cuatro hijos, los he visto sufrir en algunas ocasiones debido a enfermedades o alguna que otra intervención quirúrgica, y aunque no fuera nada del otro mundo, en esos momentos he pensado mucho acerca de porqué el sufrimiento esté también reservado para los niños: esas criaturillas inocentes e indefensas que nos hacen perder el sueño durante los primeros meses de sus vidas y que cuando, con unas ojeras hasta el suelo y presos de una locura infanticida estamos a punto de tirarlos por la ventana, empiezan a sonreír por primera vez, haciendo que se nos suelte la babilla y se nos licue el trasero y adquiera las características de un conocido refresco comercial (paráfrasis de: “se nos hace el culo pepsicola”) a la vez que emitimos ruidillos de complacencia ininteligibles y los apretamos fuerte contra nuestro pecho. Sin duda una estrategia de la evolución que ha servido para evitar la extinción, por insomnio e infanticidio, de la especie humana.

Muchas veces he pensado si no hubiera sido mejor el no haber engendrado hijos. Sí, lo he pensado en serio, pero al contrario de otros que no procrean para ahorrarse los “sufrimientos” que conlleva el cuidado de la prole, yo no los hubiera tenido para de esta manera evitarles el sufrimiento que irremediablemente acompañará sus vidas. Tengo que decir que aún no he encontrado una respuesta a esta pregunta. De momento me conformo y me entretengo dándole vueltas a la idea de que los hijos puede ser necesarios objetos y producto del amor en la relación entre un hombre y una mujer; que sean el centro donde se proyecta el futuro de una pareja, se consolide el matrimonio y adquiera pleno sentido la condición sexuada del hombre en su vertiente no solamente biológica sino también psíquica.

Hay una pregunta clave en esta argumentación: ¿Quién no sería capaz de dar la vida por un hijo? Aunque pudiera explicarse este sacrificio último en clave evolutiva como una acción en beneficio de la especie, a excepción de los mecanismos de defensa de los progenitores ante un ataque a la camada, no es habitual en la naturaleza el que un individuo esté dispuesto a morir por otro. El hecho de que pueda existir algo fuera de nosotros mismos capaz de producir esa reacción tan absoluta de preferirlo más que a nuestra vida lo hace ya digno de existir o, por lo menos, de que su existencia fuera deseable y buena.

Es algo similar a lo que nos pasó cuando nos enamoramos del que es ahora nuestro cónyuge y, aunque hayan pasado años desde que nos matrimoniamos y se haya sufrido las de Caín y jurado y perjurado que no lo volveríamos a hacer, seguimos pensando: “es una suerte que existas”. Nuestro amor hacia ese ser amable y amante nos haría capaces de ese acto definitivo tan contrario al egoísmo como es el dar la propia vida, nos haría capaces de darlo todo desinteresadamente y, por tanto, mucho mejores “pelsonas humanas”.

De nuestros hijos también podemos decir: “es bueno que existas” y, lo sorprendente es que a diferencia de lo que ocurre con la parienta o el maromo que se nos tienen que aparecer, a la existencia de los hijos sí podemos contribuir activamente. Podemos traerlos a este mundo aunque ello les comporte la posibilidad del sufrimiento al que estamos ligados irremediablemente.

Y para aquellos a los que todavía no les han llegado….


No hay comentarios:

Publicar un comentario