Sobre las cuestiones planteadas en el
capítulo anterior se ha ocupado y lo sigue haciendo hoy tanto la filosofía como
la ciencia. Y la tendencia en nuestro tiempo es la de enfrentarlas, arguyendo
que los campos de estudio y el método que utilizan no sean los mismos. Muchos
científicos menosprecian por norma la reflexión filosófica, y existen todavía
hoy filósofos que ven a la ciencia como una intrusa, hurgando sin permiso en las
preguntas que les han pertenecido desde siempre. Al reflexionar sobre este
conflicto siempre me ha asaltado el siguiente pensamiento: si la filosofía es la
única disciplina capaz de contestar a las preguntas últimas, ¿a qué está esperando
para hacerlo?
Hasta finales del siglo XVIII la mayoría de
los científicos eran filósofos y los filósofos eran científicos. Los
presocráticos, observando la naturaleza, se hacían las preguntas de las que se
ha ocupado tradicionalmente la filosofía. Y hoy es imposible entender la
naturaleza y los fenómenos físicos sin tener en cuenta los avances de la
ciencia. Cuando ambas disciplinas se separaron estaba claro que existía una
distinción fundamental entre ambas. Así como la ciencia intentaba entender y
demostrar sus teorías sobre la realidad mediante observaciones y experimentos,
la filosofía procedía de manera no empírica y su método se basaba puramente en
el análisis conceptual. Fue la filosofía quién en occidente dio a luz al método
científico y, aunque estableció las normas lógicas y las guías para proceder en
el razonar, sabemos bien que esta disciplina es incapaz del conocimiento cierto
por causas adquirido por demostración, es decir, no puede conseguir el grado de
certeza lograda por el conocer científico. Este es el motivo por el que fuera
posible el desarrollo y construcción de Metafísicas que, aunque lógicamente
pudieran haber sido más o menos estables, tenían muy poco que ver con el mundo
real. Es también la razón de que a lo largo de la historia hayan existido
distintas corrientes, sistemas y escuelas filosóficas a menudo contrapuestas y
que nadie haya podido determinar con certeza cuál sea la verdadera.
Desde su nacimiento la ciencia ha acumulado
un acervo de saber que, aunque sujeto a errores y correcciones constantes,
constituye una línea inequívoca de conocimiento y que contribuye de manera
innegable a nuestro entendimiento de la realidad en la que estamos inmersos.
Así pues, hoy más que nunca, parece que se haya declarado oficialmente a la
ciencia como la hija parricida de la filosofía y así lo proclaman sin
escrúpulos muchos y conocidos divulgadores científicos. El fundamentalismo
cientifista defiende dogmáticamente que el único modo de acceso del
conocimiento a la realidad sea mediante la ciencia natural y, desde Comte,
arrincona el saber filosófico a una mera reflexión sobre el hacer de las ciencias.
Pero el conocimiento no puede prescindir de la filosofía. De todos es sabido
que el estudio de realidades como la libertad, la responsabilidad, la moral, el
derecho, el amor, la violencia, la sociedad, el deber y un largo etcétera no
puede ser llevado a cabo del mismo modo como se realiza el estudio de la
migración de las aves, la coagulación de la sangre o la fotosíntesis. Aunque
hay algunos que piensan que así es, y existen ejemplos clásicos dónde la
ciencia ha empezado a reclamar su participación en estas cuestiones. Una de estos
temas, siempre de palpitante actualidad, es la cuestión del libre albedrío y
que trataremos más adelante.
La sociedad necesita de la filosofía para
comprender y valorar las consecuencias del desarrollo científico y es imprescindible
el desarrollo de una ética que legisle el poder casi ilimitado generado por el
conocimiento científico. Creo no equivocarme al pensar que nadie desestima los
esfuerzos de una ética que evalúe el actuar de la ciencia en campos como la
manipulación de la reproducción humana, la clonación, la experimentación con
animales o el desarrollo de armas biológicas y de destrucción masiva. No todo
lo que se puede conseguir mediante la técnica debe ponerse en práctica. Pero no
es aquí donde se encuentra la famosa controversia, sino en cuál sea la
aproximación legítima para la contestación de las preguntas fundamentales que
tradicionalmente se ha atribuido a la investigación filosófica. Es en este
ámbito donde debemos permanecer. Es el problema tradicionalmente conocido en filosofía
como el “criterio de demarcación” cuyos orígenes podemos encontrarlos en la antigua
Grecia de Platón quien trató el problema del verdadero conocimiento; maduró con
Kant al delimitar el campo de estudio de las ciencias experimentales y de la
metafísica y culminó con el nacimiento del positivismo que renunciaba a toda
filosofía entendida como Metafísica tradicional y que alcanzó su auge con el Círculo
de Viena y su manifiesto de 1929.
No podemos olvidar que el origen del
conflicto entre filosofía y ciencia, la disputa sobre a quién le correspondiera
qué campo del conocimiento y sobre los límites del mismo, se originó como una
consecuencia de la evolución del pensamiento dentro de la misma filosofía. No pretendo hacer un elenco detallado de la
historia de esta disciplina, ni estoy preparado ni poseo los conocimientos
suficientes para ello. Sólo me ocupa el señalar a grandes rasgos y de manera
sintética aquellos aspectos que me parecen claves para
entender las causas de la separación entre filosofía y religión y que
desembocará en el anunciado conflicto a tres bandas:
filosofía-ciencia-religión.
La rama de la filosofía prototipo del
enfrentamiento con las disciplinas científicas ha sido desde siempre la Metafísica
tradicional. Definida como la filosofía primera, la ciencia del ser por sus
principios últimos adquirida por la luz de la razón, tiene como objeto material
la totalidad de los seres y su objeto formal, es decir, su aproximación a la
realidad, trasciende a la de otras ciencias (trans-física) al definirla como el
de las razones últimas o primeros principios. Con estas credenciales no es de
extrañar que surgiera el encontronazo con las ciencias particulares sobre todo si
los filósofos sucumbieran a la tentación de mirarlas por encima del hombro. La Metafísica
vivó su edad de oro en la época de la escolástica, la corriente que intentó
compaginar las verdades profesadas por el cristianismo con la filosofía grecolatina.
Su máximo representante fue S. Tomás de Aquino cuya obra fue considerada en su
día la cúspide del pensamiento en la labor de la demostración de las
realidades sobrenaturales y de la existencia de Dios. De si consiguió o no su
cometido hablaremos más adelante.
Como ya hemos avanzado, el enfrentamiento
entre filosofía y ciencia no apareció de improviso. La ruptura comenzó con los
esfuerzos de la filosofía para desatarse de forma gradual de las ataduras del
dogma religioso. Es precisamente dentro de la reflexión filosófica donde encontramos
las primeras voces disidentes, dañando desde sus fundamentos la solidez de las
construcciones escolásticas. Guillermo de Occam enarboló el estandarte de la
reacción empirista y escéptica a la época dorada de las grandes síntesis
teológico-filosóficas. Comenzó así la separación radical entre el mundo del
conocimiento natural y el de la fe y empezó a observarse el surgimiento de un escepticismo
justificado por las tesis nominalistas y que conseguía minar los hasta entonces
seguros y sagrados edificios de la escolástica. En el Renacimiento se dio el
giro copernicano que colocaba al hombre en el centro del espíritu creador y del
conocimiento, expresando de manera gradual un profundo rechazo al dogma
impuesto por las religiones y que había dirigido el esfuerzo de una cultura
medieval centrada exclusivamente en la teología y la filosofía. Es la época de
hombres como Leonardo da Vinci, quienes mediante la investigación experimental
dotaron de un impulso nuevo a las ciencias particulares que, poco a poco, robarían
a la teología el primado del conocimiento. En el terreno religioso se alzará el
protestantismo como reacción a la autoridad corrupta y a los vicios de la
Iglesia Romana de la época y las disputas filosófico-teológicas se convertirán
en guerras cruentas que inundarían a la vieja Europa con la sangre de los
mártires de cada bando.
Con la llegada de Descartes y el racionalismo
se consuma el abandono de la concepción religiosa del Universo y comienza la
filosofía moderna. Pero a pesar de la progresiva secularización de la filosofía,
el materialismo no llegaría hasta mucho después. En Europa, el racionalismo se
vio envuelto en la disputa llamada de “la comunicación de las sustancias”, es
decir, en el modo en que el espíritu actúa sobre el cuerpo y viceversa. Decartes,
Malebranche, Espinosa y Leibniz dedicaron parte de su vida a resolver este
problema llegando a soluciones diferentes y en las que todavía no se negaba ni la
existencia de Dios ni la del espíritu. Los representantes del empirismo inglés comenzaron
a plantearse el funcionamiento del conocimiento y, en contra del racionalismo
europeo, rechazaban la existencia de ideas innatas. Fue Locke el que esgrimió
la máxima latina de los tomistas “nihil
est in intellectu quod prius non fuerit in sensu” (nada hay en el intelecto
que no haya pasado antes por los sentidos) para comenzar a explicar el funcionamiento
de nuestra maravillosa máquina de pensar. Berkley se quedó encerrado en la suya,
negando la realidad exterior y creyendo que las cosas existen sólo cuando son
percibidas por un sujeto pensante. Hume, ateo declarado a medias por miedo a las
críticas y la persecución de la época, argumentó la imposibilidad de saber nada
cierto sobre Dios o el alma, ya que no existe impresión o experiencia empírica alguna
de estos conceptos. También arguyó en contra del diseño inteligente, la demostración
sobre la existencia de un creador basada en el orden del mundo y que se
encuentra tan de moda entre los cristianos fundamentalistas americanos. Fue,
probablemente, uno de los filósofos de la época más interesado en encontrar un origen
natural al fenómeno religioso.
Si bien en su “Crítica de la razón pura”, Immanuel
Kant asestó definitivamente la puntilla a la Metafísica y a la imposibilidad de
tratar de manera científica las ideas de Dios y el alma, aceptó como posible y
necesaria una aproximación a ellas desde la razón práctica. Este rechazo de la
metafísica paralelo al de la religión crecería de manera exponencial durante el
siglo XIX con el idealismo absoluto de Hegel, la aparición del positivismo de
la mano de Comte, la crítica de la religión de Feuerbach y el consecuente
desarrollo del materialismo con Marx.
Y es así como la filosofía occidental, que había realizado un esfuerzo ímprobo para desligarse de la mitología debido a su insuficiencia argumentativa, rompió definitivamente con el dogma religioso al que se había unido de manera ilegítima cuando los primeros pensadores cristianos cometieron el error de querer racionalizar la fe.
Y es así como la filosofía occidental, que había realizado un esfuerzo ímprobo para desligarse de la mitología debido a su insuficiencia argumentativa, rompió definitivamente con el dogma religioso al que se había unido de manera ilegítima cuando los primeros pensadores cristianos cometieron el error de querer racionalizar la fe.
De cómo sucedió esto último será tema para el siguiente capítulo.
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