lunes, 17 de febrero de 2014

El comienzo de una guerra anunciada

 

Sobre las cuestiones planteadas en el capítulo anterior se ha ocupado y lo sigue haciendo hoy tanto la filosofía como la ciencia. Y la tendencia en nuestro tiempo es la de enfrentarlas, arguyendo que los campos de estudio y el método que utilizan no sean los mismos. Muchos científicos menosprecian por norma la reflexión filosófica, y existen todavía hoy filósofos que ven a la ciencia como una intrusa, hurgando sin permiso en las preguntas que les han pertenecido desde siempre. Al reflexionar sobre este conflicto siempre me ha asaltado el siguiente pensamiento: si la filosofía es la única disciplina capaz de contestar a las preguntas últimas, ¿a qué está esperando para hacerlo?

Hasta finales del siglo XVIII la mayoría de los científicos eran filósofos y los filósofos eran científicos. Los presocráticos, observando la naturaleza, se hacían las preguntas de las que se ha ocupado tradicionalmente la filosofía. Y hoy es imposible entender la naturaleza y los fenómenos físicos sin tener en cuenta los avances de la ciencia. Cuando ambas disciplinas se separaron estaba claro que existía una distinción fundamental entre ambas. Así como la ciencia intentaba entender y demostrar sus teorías sobre la realidad mediante observaciones y experimentos, la filosofía procedía de manera no empírica y su método se basaba puramente en el análisis conceptual. Fue la filosofía quién en occidente dio a luz al método científico y, aunque estableció las normas lógicas y las guías para proceder en el razonar, sabemos bien que esta disciplina es incapaz del conocimiento cierto por causas adquirido por demostración, es decir, no puede conseguir el grado de certeza lograda por el conocer científico. Este es el motivo por el que fuera posible el desarrollo y construcción de Metafísicas que, aunque lógicamente pudieran haber sido más o menos estables, tenían muy poco que ver con el mundo real. Es también la razón de que a lo largo de la historia hayan existido distintas corrientes, sistemas y escuelas filosóficas a menudo contrapuestas y que nadie haya podido determinar con certeza cuál sea la verdadera. 

Desde su nacimiento la ciencia ha acumulado un acervo de saber que, aunque sujeto a errores y correcciones constantes, constituye una línea inequívoca de conocimiento y que contribuye de manera innegable a nuestro entendimiento de la realidad en la que estamos inmersos. Así pues, hoy más que nunca, parece que se haya declarado oficialmente a la ciencia como la hija parricida de la filosofía y así lo proclaman sin escrúpulos muchos y conocidos divulgadores científicos. El fundamentalismo cientifista defiende dogmáticamente que el único modo de acceso del conocimiento a la realidad sea mediante la ciencia natural y, desde Comte, arrincona el saber filosófico a una mera reflexión sobre el hacer de las ciencias. Pero el conocimiento no puede prescindir de la filosofía. De todos es sabido que el estudio de realidades como la libertad, la responsabilidad, la moral, el derecho, el amor, la violencia, la sociedad, el deber y un largo etcétera no puede ser llevado a cabo del mismo modo como se realiza el estudio de la migración de las aves, la coagulación de la sangre o la fotosíntesis. Aunque hay algunos que piensan que así es, y existen ejemplos clásicos dónde la ciencia ha empezado a reclamar su participación en estas cuestiones. Una de estos temas, siempre de palpitante actualidad, es la cuestión del libre albedrío y que trataremos más adelante. 

La sociedad necesita de la filosofía para comprender y valorar las consecuencias del desarrollo científico y es imprescindible el desarrollo de una ética que legisle el poder casi ilimitado generado por el conocimiento científico. Creo no equivocarme al pensar que nadie desestima los esfuerzos de una ética que evalúe el actuar de la ciencia en campos como la manipulación de la reproducción humana, la clonación, la experimentación con animales o el desarrollo de armas biológicas y de destrucción masiva. No todo lo que se puede conseguir mediante la técnica debe ponerse en práctica. Pero no es aquí donde se encuentra la famosa controversia, sino en cuál sea la aproximación legítima para la contestación de las preguntas fundamentales que tradicionalmente se ha atribuido a la investigación filosófica. Es en este ámbito donde debemos permanecer. Es el problema tradicionalmente conocido en filosofía como el “criterio de demarcación” cuyos orígenes podemos encontrarlos en la antigua Grecia de Platón quien trató el problema del verdadero conocimiento; maduró con Kant al delimitar el campo de estudio de las ciencias experimentales y de la metafísica y culminó con el nacimiento del positivismo que renunciaba a toda filosofía entendida como Metafísica tradicional y que alcanzó su auge con el Círculo de Viena y su manifiesto de 1929. 

No podemos olvidar que el origen del conflicto entre filosofía y ciencia, la disputa sobre a quién le correspondiera qué campo del conocimiento y sobre los límites del mismo, se originó como una consecuencia de la evolución del pensamiento dentro de la misma filosofía. No pretendo hacer un elenco detallado de la historia de esta disciplina, ni estoy preparado ni poseo los conocimientos suficientes para ello. Sólo me ocupa el señalar a grandes rasgos y de manera sintética aquellos aspectos que me parecen claves para entender las causas de la separación entre filosofía y religión y que desembocará en el anunciado conflicto a tres bandas: filosofía-ciencia-religión.

La rama de la filosofía prototipo del enfrentamiento con las disciplinas científicas ha sido desde siempre la Metafísica tradicional. Definida como la filosofía primera, la ciencia del ser por sus principios últimos adquirida por la luz de la razón, tiene como objeto material la totalidad de los seres y su objeto formal, es decir, su aproximación a la realidad, trasciende a la de otras ciencias (trans-física) al definirla como el de las razones últimas o primeros principios. Con estas credenciales no es de extrañar que surgiera el encontronazo con las ciencias particulares sobre todo si los filósofos sucumbieran a la tentación de mirarlas por encima del hombro. La Metafísica vivó su edad de oro en la época de la escolástica, la corriente que intentó compaginar las verdades profesadas por el cristianismo con la filosofía grecolatina. Su máximo representante fue S. Tomás de Aquino cuya obra fue considerada en su día la cúspide del pensamiento en la labor de la demostración de las realidades sobrenaturales y de la existencia de Dios. De si consiguió o no su cometido hablaremos más adelante. 

Como ya hemos avanzado, el enfrentamiento entre filosofía y ciencia no apareció de improviso. La ruptura comenzó con los esfuerzos de la filosofía para desatarse de forma gradual de las ataduras del dogma religioso. Es precisamente dentro de la reflexión filosófica donde encontramos las primeras voces disidentes, dañando desde sus fundamentos la solidez de las construcciones escolásticas. Guillermo de Occam enarboló el estandarte de la reacción empirista y escéptica a la época dorada de las grandes síntesis teológico-filosóficas. Comenzó así la separación radical entre el mundo del conocimiento natural y el de la fe y empezó a observarse el surgimiento de un escepticismo justificado por las tesis nominalistas y que conseguía minar los hasta entonces seguros y sagrados edificios de la escolástica. En el Renacimiento se dio el giro copernicano que colocaba al hombre en el centro del espíritu creador y del conocimiento, expresando de manera gradual un profundo rechazo al dogma impuesto por las religiones y que había dirigido el esfuerzo de una cultura medieval centrada exclusivamente en la teología y la filosofía. Es la época de hombres como Leonardo da Vinci, quienes mediante la investigación experimental dotaron de un impulso nuevo a las ciencias particulares que, poco a poco, robarían a la teología el primado del conocimiento. En el terreno religioso se alzará el protestantismo como reacción a la autoridad corrupta y a los vicios de la Iglesia Romana de la época y las disputas filosófico-teológicas se convertirán en guerras cruentas que inundarían a la vieja Europa con la sangre de los mártires de cada bando.

Con la llegada de Descartes y el racionalismo se consuma el abandono de la concepción religiosa del Universo y comienza la filosofía moderna. Pero a pesar de la progresiva secularización de la filosofía, el materialismo no llegaría hasta mucho después. En Europa, el racionalismo se vio envuelto en la disputa llamada de “la comunicación de las sustancias”, es decir, en el modo en que el espíritu actúa sobre el cuerpo y viceversa. Decartes, Malebranche, Espinosa y Leibniz dedicaron parte de su vida a resolver este problema llegando a soluciones diferentes y en las que todavía no se negaba ni la existencia de Dios ni la del espíritu. Los representantes del empirismo inglés comenzaron a plantearse el funcionamiento del conocimiento y, en contra del racionalismo europeo, rechazaban la existencia de ideas innatas. Fue Locke el que esgrimió la máxima latina de los tomistas “nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu” (nada hay en el intelecto que no haya pasado antes por los sentidos) para comenzar a explicar el funcionamiento de nuestra maravillosa máquina de pensar. Berkley se quedó encerrado en la suya, negando la realidad exterior y creyendo que las cosas existen sólo cuando son percibidas por un sujeto pensante. Hume, ateo declarado a medias por miedo a las críticas y la persecución de la época, argumentó la imposibilidad de saber nada cierto sobre Dios o el alma, ya que no existe impresión o experiencia empírica alguna de estos conceptos. También arguyó en contra del diseño inteligente, la demostración sobre la existencia de un creador basada en el orden del mundo y que se encuentra tan de moda entre los cristianos fundamentalistas americanos. Fue, probablemente, uno de los filósofos de la época más interesado en encontrar un origen natural al fenómeno religioso. 

Si bien en su “Crítica de la razón pura”, Immanuel Kant asestó definitivamente la puntilla a la Metafísica y a la imposibilidad de tratar de manera científica las ideas de Dios y el alma, aceptó como posible y necesaria una aproximación a ellas desde la razón práctica. Este rechazo de la metafísica paralelo al de la religión crecería de manera exponencial durante el siglo XIX con el idealismo absoluto de Hegel, la aparición del positivismo de la mano de Comte, la crítica de la religión de Feuerbach y el consecuente desarrollo del materialismo con Marx.

Y es así como la filosofía occidental, que había realizado un esfuerzo ímprobo para desligarse de la mitología debido a su insuficiencia argumentativa, rompió definitivamente con el dogma religioso al que se había unido de manera ilegítima cuando los primeros pensadores cristianos cometieron el error de querer racionalizar la fe.

De cómo sucedió esto último será tema para el siguiente capítulo. 




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