miércoles, 1 de abril de 2009

El ombligo

Tengo que reconocer que soy raro. Nadie va por ahí preguntándose constantemente si hay algo después de la muerte, o si el universo es eterno o si realmente tuvo un principio, o si es verdad el que se esté expandiendo y sobre dónde coño lo hace si el cosmos es lo único que hay, o acerca de dónde están los límites de la existencia. Y esto mientras que cambio pañales, limpio culos, preparo biberones o recojo a un niño el martes de su entrenamiento de fútbol. O sea, que mucho tiempo para pensar en serio no tengo, así que lo que escriba aquí ¾como hago a menudo¾ será probablemente pura ignorancia intelectual.


Hoy he imaginado ­¾quizás influenciado por la lectura crítica de un opúsculo de Jacques Maritain a la que me estoy dedicando estas últimas noches¾, que despertaba un día de un letargo largo e incomprensible en medio de la edad adulta y en el siglo que viene y me daba cuenta de que era el único hombre sobre la faz de la tierra. Merece la pena ponerse en esas circunstancias e imaginar la situación.


Yo creo que lo primero que hubiera hecho es mirarme las manos, el cuerpo, me hubiera tocado la cara para sentir esa parte de mí que ve y que parece pensar.


Y lo primero que me hubiera preguntado es: ¿qué soy? ¿quién soy? ¿qué hago aquí? ¿de dónde vengo? ¿qué va a ser de mí?


Sin darme cuenta lo primero que habría hecho es... filosofía.


No habría nadie a quien preguntar. Nadie que contestara a mis preguntas. Sólo yo y el universo (o el universo y yo).


Si hubiera encontrado un cuento entre los escombros de esa ciudad desolada y hubiera leído (imaginando, por supuesto, que fuera capaz de ello sin haberlo aprendido) que los niños vienen de París, lo hubiera creído a pies juntillas. Más tarde habría observado el comportamiento de los animales y aprendido que los seres vivos nacen, se reproducen y mueren.


Entonces, lentamente, en una acción embargada por la emoción, me habría tocado el ombligo para darme cuenta de que yo también tenía esa cicatriz cuya causalidad estuvo tanto tiempo oculta ante mis ojos. Esa irregularidad en mi cuerpo era la señal para saber que yo también había tenido una madre. O no, si las incubadoras que descubrí entre los escombros habían sido utilizadas para el desarrollo extrauterino de seres como yo.

No he resuelto el problema y sigo en busca de una señal, esa que nos indique de dónde venimos y, quizás, hacia dónde nos dirigimos.

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