miércoles, 19 de noviembre de 2008

El gimnasio (II)

Como contaba hace unos pocos días estoy apuntado y me he convertido en visitador asiduo de un gimnasio. El precio es de unos cincuenta euros al mes pero, a parte de las máquinas saca-bolas y de ejercicios cardio, también hay una sala de Wellness –como se dice aquí en Alemania-, o SPA, con un baño turco, dos saunas y una sala de relajación. La verdad es que después de casi mes y medio he conseguido bajar cuatro kilos a base de sudar en las elípticas y de pegarme carreras sobre la cinta de correr. Lo de la cinta de correr tuvo su intríngulis. Al principio no estaba previsto por mi entrenadora (porque tengo entrenadora en vez de entrenador) el que la utilizara, pero con el tiempo he ido soltándome y me gusta probar esta máquina o aquella así que un día después de haber observado a los correcaminos que se hacen distancias monstruosas sin moverse del sitio, decidí llegado el momento de atreverme con la cinta. En mi gimnasio hay una sala común plagada de televisiones y animada con hilo musical donde se encuentra la mayoría de los aparatos; pero también tiene una mini sala donde se puede hacer lo mismo pero si el chunchunchun de la música de fondo y sin que te bailen los ojos de monitor a monitor entre los diez que hay instalados en fila delante de las máquinas de ejercicios cardio. Elegí ese lugar para iniciarme en el arte de correr sin moverme del sitio. Elegí este sitio porque me daba vergüenza el empezar a probar una máquina que tiene más botones y lucecitas que la cabina de un Boeing 737 enfrente de una retahíla de expertos y, sobre todo, de expertas que estarían fijándose en cada uno de mis movimientos. Pero lo que de verdad me aterrorizaba, lo que me producía un espanto indescriptible y ni siquiera me atrevía a imaginar era la situación en la que justo después de activar la dichosa máquina y empezara ésta a aumentar su velocidad de manera gradual bajo mis pies, perdiera el control sobre la misma y acabara enganchándome con los brazos de cualquier modo al tablero de mandos intentando recuperar el control sobre mis piernas que se habrían visto sorprendidas por un suelo que habría cobrado vida de repente y al que no estaban, pobres, en ningún modo acostumbradas. Me acojonaba, sí, me acojonaba el montar una escenita tipo Jerry Lewis encima de la dichosa cinta. Gracias a Dios todo acabó bien y pude de manera gradual acostumbrarme a correr sin moverme del sitio. La verdad es que, al principio, es una sensación extraña ya que el cerebro está acostumbrado a registrar que las cosas van desapareciendo a derecha e izquierda de nosotros conforme vamos avanzando. Pero aquí no, una vez sobre la cinta nada desaparece, si acaso aparecen, aparecen aquellos y aquellas (¡ay, aquellas!) que al pasar junto a ti se fijan en el nivel al que has configurado la cinta y cuanto tiempo llevas dando saltitos sobre ella para darse cuenta de que, tras cinco minutos de “correr-sin-correr-pero-engañando-a-mi-cuerpo-haciendo-como-si-corro”, se escuchan más resoplidos y jadeos que si hubiera intentado jugar un partido de fútbol después de fumarme una cajetilla de tabaco. Por cierto, ¿sabíais que Cruyff fumaba Camel sin filtro en el descanso de los partidos de fútbol cuando estaba en el Barcelona?
A lo que iba, al final me acostumbré a la cinta y mi cerebro también. Ya no me mareo al acabar mi tiempo de jogging estático y, tengo que decir, que he conseguido superar uno más de mis complejos y ya me atrevo a correr en la sala común enfrente de todos esos monitores de televisión que nos machacan continuamente con mierda publicitaria y, sobre todo, nos obsesionan para que sigamos perseverantes en nuestro culto al cuerpo. Pero de esto ya hablaremos mañana, si tengo tiempo.

1 comentario:

  1. Jose A.
    Un gimnasio es toda una conspiración para quitarnos la dignidad. En fin, me he reído mucho con lo de la máquina corredora... casi lo prefiero a las miradas escrutadoras de "este/a tío/a qué hace aquí" de los/as supercachas...

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