martes, 1 de septiembre de 2015

Divorcio e intolerancia



Escribo aquí el caso de un amigo muy querido. 

Pues resulta que el hombre encontró una chica de la que se enamoró perdidamente y con la que decidió compartir su vida a partir de un matrimonio católico apostólico y romano. Cambió incluso de país y tuvo con ella un número de hijos. Durante muchos años, y a pesar de los altibajos por los que pasa cualquier relación de pareja, empezaron a aflorar problemas sicológicos en la mujer y que comprometían la estabilidad de esa unión. Después de algunos años de haber intentado todo para “curarla” y salvar del desastre a la familia, decidió separarse porque no podía más.

Me lo contó así: algunas veces cuando llegaba de trabajar se encontraba a su esposa en un estado tal que tenía que volver a irse para evitar la confrontación. Y se pasaba la tarde y parte de la noche de vuelta en el trabajo llorando, porque ya no sabía cómo afrontar la situación. Pasó por consultas de médicos, psicoterapeutas y psicólogos, habló con la familia de ella, con amigos y conocidos. Pero nada podía hacer para ayudarla, y ahora ella le reprochaba tantos años de infelicidad en su matrimonio e incluso una vez le envió una demanda de separación exigiéndole que abandonara su casa y a sus hijos en el plazo de un mes.

Tras la separación, mi amigo vivió en la inseguridad de la desdicha varios meses, preguntándose qué era lo que había hecho mal, por qué se había ido todo al traste cuando lo único que había deseado con toda su alma era la salud de su mujer y la vuelta a una situación más o menos armónica con la familia. Pasó sólo las peores navidades de su vida y un invierno de soledad, desolación y sufrimiento moral que no desearía ni al peor de sus enemigos. En los meses posteriores a la separación, su mujer (y la familia de ella) siguió maltratándole sicológicamente, haciéndole culpable de sus males durante todos esos años y responsable de su estado mental. Durante este tiempo y en estas circunstancias, mi amigo conoció entre otra gente a una persona con quién empezó a entenderse bien y con la que estableció una amistad que se convertiría con el tiempo en algo más.


Al año de que decidiera separarse y viendo que la situación no tenía marcha atrás, decidió comenzar con los trámites del divorcio.

Hasta aquí, la historia de este hombre no tiene nada de extraordinaria. Pasó, pasa y seguirá pasando lo mismo mientras que haya hombres  y mujeres sobre la tierra. 

Es por lo que ocurrió después por lo que decidí dedicar una entrada del blog a su historia.

Pues resulta que la familia de mi amigo es católica tradicionalista a ultranza y, aunque siempre había estado a su lado, no vieron con buenos ojos el que mi amigo se echara una novia. Aunque lo que le dijeron es que no aceptaban este hecho porque todo había ocurrido muy rápido, mi amigo no cree que si la chica hubiera aparecido unos años después, la reacción de la familia hubiera sido muy distinta. Incluso después de verlo sufrir durante años, se atrevían a decirle que no había hecho todo lo posible por salvar su matrimonio. 

Ya ha pasado casi un año y medio desde que mi amigo comenzó su nueva relación y se encuentra feliz en ella, esperando que llegue el trámite de la firma del divorcio y que pasen algunos meses más para ver si la vida le concede una nueva oportunidad de encontrar y disfrutar del amor y la compañía de quien parece ser una buena persona.

Pero no, la Iglesia católica y su familia están en contra de que mi amigo rehaga de esta forma su vida cuando ni siquiera ha cumplido los cincuenta. Deberá permanecer sólo y sin amor hasta el final de sus días, si es que quiere salvarse. Mi amigo entiende que, según la moral tradicional de la Iglesia en la que le educaron, el divorciado no puede volver a casarse ni convivir con otra persona, pero lo que no comprende es que, una vez aclarado este punto y tomada una decisión personal, su familia no le pregunte ni una sola vez siquiera sobre este aspecto tan importante de su vida. Le hacen el vacío en este tema por el miedo de que, interesándose por su felicidad emocional, alguien pudiera pensar que se han apartado siquiera un milímetro de la rigurosidad de la ley. Este amigó oyó incluso decir a algunos miembros de su familia que con “esa mujer” no entraría por la puerta de su casa.

Una pena, porque se confunde aquí religión, creencias, opiniones y el respeto por decisiones personales que han sido tomadas en conciencia y no hacen daño a nadie. ¿Qué es más importante: aferrarse a unas creencias indemostrables y al rigor de una normativa modelada por los hombres, o interesarse y compartir la felicidad y la vida de un hijo o un hermano? Pero es que ni siquiera las dos cosas son icompatibles. Uno puede creer lo que quiera y no por ello está mal interersarse por la vida del otro, aunque piense de manera distinta. Lo contrario es intolerancia, fanatismo y discriminación por motivos religiosos. Es juzgar  al prójimo por su conducta algo que, según la religión judeo-cristiana sólo puede hacer Dios. Una actitud que no se puede encontrar en la vida del mismísimo Jesús, al que dicen seguir y del que se cuenta que se sentaba a la mesa de prostitutas y pecadores, sin que aceptara por ello sus pecados. Jesús invitaría a mi amigo y a su mujer en su casa o iría a la de ellos a comer, pero los familiares, como los apóstoles en la escena de la película de Zeffirelli, se quedarían en la puerta. Así de sencillo y de triste, se mire por dónde se mire.

Una situación análoga sería la de aquellos que no aceptan la homosexualidad de un hijo o una hija y el que compartan la vida con otra persona del mismo sexo. ¿Quién soy yo para hacerle el vacio a esas personas porque piense distinto a como lo hacen ellas? Voy a dejar de interesarme por su felicidad y su vida familiar sólo porque yo crea que lo que están haciendo no es lo correcto desde mi punto de vista?

Concepto de acusación
En la próxima entrada, y ya que va a estar de moda, hablaremos del divorcio en el cristianismo y demostraré que, a pesar de la postura tan intransigente de la Iglesia de occidente, fue aceptado durante los primeros cuatro siglos y que sólo se prohibió (y sólo en la Iglesia de occidente) a partir del siglo XVI y en un decreto que ni siquiera era dogmático.

Si el divorcio y la nueva unión es un tema no dogmático y puede estar sujeto por tanto a discusión teológica, ¿cómo es posible que sea tan importante para unos padres o hermanos para llegar incluso a ignorar a mi amigo y hacerle el vacío en esta parte tan importante de su vida?

Yo le animo a que, a pesar de la intransigencia, la falta de tolerancia, la incomprensión que está sufriendo por parte de su familia, siga adelante con la cabeza alta, actuando en conciencia, porque aunque lo juzguen como pecador y deseen para él lo que consideran la única opción para llegar a la salvación, es decir, la condena a la soledad del enclaustramiento emocional en vida, esa vida no la va a vivir nadie por él.


Y aquí lo dejo de momento



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