En eso momentos, pocos, libres de ocupaciones familiares y profesionales he comenzado a escribir un librito. No sé si podré acabarlo, ni cuanto tiempo me llevará, pero la intención está ahí. Publico aquí el primer capítulo, todavía sin pulir, para animarme a seguir con el proyecto.
Son las
siete y media de la mañana de un día de finales de verano. El astro rey aún no
ha despertado y el mar todavía duerme con un ir y venir de olas, acariciando
suave las rocas. He arreglado rápido los trastos de pesca y he bajado deseoso de
echar unos lances en las primeras horas del día. Soy aficionado a la pesca de spinning,
una modalidad en la que el pescador, moviéndose por la costa, se vale de
señuelos artificiales para intentar engañar a peces por lo general de especies
depredadoras. La mayoría de las veces llega a casa después de haber cosechado
un buen “bolo”, que es como en la jerga de este menester se conoce el volver de
vacío, sin que el aparente fracaso haga que se vea mermada la satisfacción de
haber pasado un rato agradable frente a la inmensidad del mar.
Es en
esos momentos de soledad, y aunque uno debería concentrarse en buscar los
mejores lugares donde haya podido esconderse la resabiada lubina, cuando la
cabeza vuelve inexorablemente una y otra vez sobre las cuestiones que en los
últimos años la han mantenido ocupada. No hablo de problemas familiares, de
salud, económicos o profesionales que nos mantienen ocupados la mayor parte de
la jornada. Me refiero a esas cuestiones que algunos dieron ya por contestadas
y no vuelven a preocuparles más en la vida y a otros no les dejan en paz
hasta el final de la misma. A muchos, quizás por falta de interés, ni siquiera han
llegado a robarles ni un minuto de su pensamiento. Esas preguntas han sido el
motor de la filosofía y de la ciencia desde que la raza humana adquirió uso de
razón. Una de ellas, desde mi punto de vista la más importante, es la de porqué
exista algo en vez de nada. La pregunta, cuya formulación primera se atribuye
al genial Gottfried Leibniz, aunque dudo de que hubiera sido el único en
planteársela hasta el siglo XVII, será la marca que fije el punto de salida en
esta camino que pienso recorrer en mi búsqueda sobre la otra cuestión esencial
e importante incluso para aquellos que no se interesan por ella porque, querámoslo
o no, ha influido y está influyendo de manera radical en el desarrollo de nuestra
sociedad. Es la pregunta sobre la existencia de Dios.
Vuelvo
a observar el paisaje por dónde ando divirtiéndome en este amanecer de finales
de agosto. Sobre la plataforma de piedra en la que me encuentro corretean unos chorlitejos afanados en la búsqueda de alimento entre las rocas repletas de restos fósiles que
han avivado mi curiosidad desde la infancia. Vuelvo a pisar fuerte la piedra,
quiero tener conciencia de ella, sentirla firme bajo mis pies mientras que el
agua los acaricia al colarse por las aberturas de unas sandalias cangrejeras muy
apropiadas para caminar sobre estos parajes. El contacto con el suelo, el
frescor del agua y la brisa suave en estas horas tempranas han conseguido una
vez más abstraerme y el que adquiera una conciencia clara de la existencia, más
brillante incluso que ese sol perezoso que apenas ha empezado a despuntar por
encima del espigón cercano. ¿Por qué existe todo esto? ¿Podría no haber existido
nada? ¿Cuál es el origen de lo que me rodea?
Está
claro que ni el señor Leibniz ni yo hemos sido los primeros en hacernos estas
preguntas y no me propongo hacer un elenco de la diversidad de explicaciones
que el hombre ha encontrado para satisfacer el apetito insaciable de la razón. No
hay más que hojear un libro sobre religiones y filosofías del mundo para
comprobar que han sido muchas y diversas pero que comparten un denominador común:
el estar basadas más en la imaginación que en hechos constatables. Son las
llamadas cosmogonías, los relatos mitológicos que explican la aparición del
cosmos y que podemos encontrar en las religiones de la mayoría de
civilizaciones antiguas. No podía haber sido de otra manera cuando el hombre
carecía de la madurez, la experiencia y la tecnología para examinar y analizar la
naturaleza que le rodeaba. No quiero decir con esto que el hombre moderno haya
alcanzado la capacidad de contestar a esta pregunta, sólo me interesa ahora poner
de manifiesto la naturaleza mitológica de los relatos que el hombre ha propuesto
como explicación al misterio de la existencia desde milenios y a lo largo y
ancho del planeta. ¿Qué actitud podríamos exigirle a un hombre que, recién despierta
su capacidad de razonar, se encuentra como abandonado
en una playa ante la inmensidad del mar, la enormidad de una tierra inexplorada
y llena de peligros, la infinitud de los cielos que le rodean y que con él se
enfurecen escupiéndole fuego o agua sin razón alguna, o tras el descubrimiento de un
hervidero de vida a su alrededor tan similar y al mismo tiempo tan diferente a
él mismo?
No es de extrañar que a los astros inmensos y a esas fuerzas de la
naturaleza que llegaban incluso a doblegarle los viera como seres de rango superior
a los que habría que dar gracias, complacer o aplacar y, por eso, me es fácil
entender que ese astro luminoso y que hoy aún está por aparecer delante de mí, llegara
a ser el dios Ra de los egipcios, Helios de los griegos, Inti
para los incas, el Ak kin de los
mayas, Tonatiuh de los aztecas, la
diosa Amaterasu del sintoísmo y
antepasada de la familia imperial japonesa o, más cercano a nosotros, Magec para los antiguos pobladores de
las Islas Canarias. Que el rango divino concedido al sol haya surgido varias
veces en la historia de las civilizaciones o que proceda de una creencia
ancestral común que se diversificara geográficamente con el tiempo es algo que
deberán elucidar los eruditos, pero no deja de ser sintomática la manía de
nuestros antepasados de elevar a este astro, y a otras potencias naturales
similares, a una categoría divina.
Fijo la
vista en esas olas suaves que terminan revoltosas en mis pies y no puedo evitar
pensar en el hombre considerado padre del pensamiento occidental y para quien este
elemento era el origen y fundamento de todas las cosas. Imagino a un joven Tales,
de quien sabemos bien poca cosa, unos dos mil seiscientos años atrás paseando
por las playas de la entonces colonia griega en la parte occidental de la
actual provincia turca de Ayidin, haciéndose las mismas preguntas e intentando
encontrar soluciones distintas a las ofrecidas por la mitología de su tiempo. Pienso
también en su compatriota Anaxímenes para quien el aire era el elemento
fundamental que podía ser la causa de todo lo que vemos transformándose
mediante reacciones de complicado nombre. Y al maestro de este último, Anaximandro,
quien identificaba la esencia de lo existente (arché) no
con un elemento concreto sino con un concepto, una intuición que sólo
conseguiría explicar de manera poética: lo Ápeiron,
un algo indefinido, indeterminado e infinito pero material, capaz de generarlo
todo y a lo que irremediablemente volvería todo lo existente. Apartándose de la
cosmogonía de sus contemporáneos, Anaximandro propone una explicación
alternativa y que encontramos recogida en los escritos de Teofrasto1:
“Afirma que lo que es
productivo de lo caliente y lo frío desde lo eterno se separó al nacimiento de
este mundo y que de ello nació una esfera de llama en torno al aire que
circunda la tierra como la corteza en torno al árbol. Cuando ésta (la esfera)
se rompió en trozos y se cerró en ciertos círculos, se formaron el sol, la luna
y las estrellas.”
Nuestro
pensador ofreció también una explicación natural al origen de los hombres,
distinta a la ofrecida por la mitología tradicional sumeria y griega en las que
los dioses los creaban directamente o se mezclaban con ellos. Mirando quizás al
agua en la misma playa por donde paseaba el joven Tales, coincide con él en la
importancia de este elemento del que con una acertada intuición aunque exenta
de prueba científica afirmó ser el lugar donde se generó la vida. La teoría de
Anaximandro la podemos leer en los escritos de Hipólito, Aecio, Plutarco y
Censorio2 y en su explicación de rasgos vagos e indefinidos parece
vislumbrarse el boceto de un pensamiento que maduraría bien entrado el siglo
XIX en la teoría de la evolución propuesta por Charles Darwin.
"Él dijo que los seres vivos nacieron de la evaporación del elemento húmedo debida al sol; y que el hombre, originariamente, se asemejaba a otro ser, a saber, a un pez".
“Anaximandro dijo que los primeros seres vivos nacieron de la humedad y cubiertos de tegumentos espinosos, pero que, tan pronto como crecieron, emergieron hacia la parte más seca, partieron el tegumento y continuaron viviendo durante un pequeño espacio de tiempo".
"Él dice, además que el hombre, originariamente, nació de seres de otra especie, apoyándose en que mientras los demás seres en seguida hallan alimento para su subsistencia, el hombre es el único que necesita un largo período de crianza; por ello, si originariamente hubiera sido lo que es ahora, nunca hubiera podido sobrevivir".
"Anaximandro de Mileto dijo que, en su opinión, nacieron del agua y la tierra cuando estaban calientes unos peces o seres semejantes a peces. Los hombres se formaron dentro de estos seres y los pequeños se quedaron entre ellos hasta el tiempo de la pubertad; luego, por fin, los seres se abrieron paso y emergieron hombres y mujeres capaces ya de hallar su propio sustento".
Admiro
el esfuerzo realizado por estos hombres en el campo de la astronomía, las
matemáticas y en el estudio de la naturaleza y aunque vistas desde nuestra perspectiva
sus conclusiones sobre el origen del cosmos o la aparición de la vida y del
hombre puedan parecernos pueriles, adolezcan de la rigurosidad que se le exige
a la investigación científica moderna o no acaben de desligarse del todo del
lenguaje mitológico de la época, son quizás los primeros pasos en occidente para
explicar la realidad utilizando la observación y la razón. Es el primer intento
de nuestra civilización por encontrar una explicación racional a la existencia
del cosmos y de la vida surgida en él. No deja de fascinarme este momento de la
historia en el que se produce esa explosión de conocimiento, el despertar de la
razón que, como sucede en el niño, no hace sino seguir su curso natural de
crecimiento tras haber sido alimentada por la experiencia y la curiosidad
durante milenios y que ha permitido la transformación lenta de las cosmogonías antiguas
en las modernas cosmologías.
El sol
se deja ver ya en toda su magnificencia, y mientras recojo el señuelo
lentamente sobre una cala inundada de algas y me dispongo a cambiar de lugar,
siento un bullir nervioso del agua y el tirón de la picada casi a mis pies. No
me cuesta mucho poner en seco a una bella loba que, aturdida tras el engaño, se
pregunta cómo ha podido confundir en esta bella mañana mi anzuelo con su desayuno.
2. Ídem